RAFAEL LEMKIN

RAFAEL LEMKIN, CREADOR  DE LA PALABRA »GENOCIDIO»


Se cumplen 60 años de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948. El suceso está íntimamente vinculado a la Shoá como acontecimiento singular que marca la historia de modo indeleble.

Tradicionalmente se ha confundido el genocidio con las masacres, las matanzas colectivas, los homicidios múltiples y las campañas de exterminio, comportamientos que tienen profundas raíces en la historia de la humanidad; bastaría recordar solamente la destrucción de los indios de América, la mayor catástrofe engendrada por el hombre. Sin embargo y sin dejar de reconocer que en épocas pretéritas el exterminio y persecución de grupos humanos se realizó obedeciendo a razones políticas, religiosas, raciales, económicas o culturales, el horror y las atrocidades cometidas por los nazis en la Segunda Guerra Mundial despertaron en la conciencia universal la necesidad de crear instrumentos jurídicos que permitieran el castigo de los responsables por la destrucción de grupos raciales, religiosos, políticos y de otro orden, conductas que estuvieron presentes durante este período triste de la humanidad.

El horror de la Segunda Guerra Mundial y las conductas inhumanas frente al mismo hombre pusieron en evidencia hasta dónde podía llegar el hombre en sus pretensiones y la posibilidad del aniquilamiento total de la especie humana. Era necesario, entonces, llenar el vacío jurídico en relación a la protección de grupos humanos que padecieron el horror nazi, en tanto la discusión tropezaba con los principios de la «soberanía nacional» pues, hasta entonces, los Estados no estaban atados al cumplimiento de obligaciones internacionales y tampoco existía una legislación internacional que permitiera, a otros Estados, intervenir en casos como estos. Se impuso pues, la urgente necesidad de que el dogma de la «soberanía» cediera para brindar protección, no sólo al individuo sino a los grupos humanos.

Fue Raphael Lemkin, un judío polaco y abogado, nacido el 24 de junio de 1900, al este de Polonia, quien alerta a la comunidad internacional sobre la necesidad de tipificar como delito contra el derecho de gentes (delicta juris gentium) conductas que comportan un peligro interestatal, en donde la voluntad del autor tiende no solamente a perjudicar al individuo, sino, en primer lugar a perjudicar la colectividad a la cual pertenece este último

Desde pequeño le obsesionaba el tema de la atrocidad y a los 12 años, leyó Quo Vadis?, del Premio Nóbel Henryk Sienkiewicz, que describe las masacres de conversos cristianos en el siglo I a manos del emperador romano Nerón. Le espantaba que Nerón pudiera haber echado a los cristianos a los leones, y le preguntó a su madre, Bella, cómo pudo suscitar el emperador aplausos en una turba de espectadores. Bella, pintora, lingüista y estudiante de filosofía que educó en casa a sus tres hijos, le explicó que una vez embarcado el Estado en exterminar a un grupo étnico o religioso, la policía y la ciudadanía se convertían en cómplices, en vez de ser los guardianes de la vida humana.

De chico, Lemkin interrogaba muchas veces a su madre por detalles de matanzas masivas históricas, y aprendió sobre el saqueo de Cartago, las invasiones mongoles y la persecución de los hugonotes franceses. Devorador de libros, leyó con rapidez una lista en especial horrorosa, y decidió dedicarse a poner fin a la destrucción de grupos étnicos.

Su preocupación por la suerte de los grupos humanos, la maldad y la impunidad con la que obraban los culpables fue su obsesión durante tres décadas.

Durante la primera Guerra Mundial, mientras los armenios sufrían bajo el sombrío régimen de Talaat Pasha, la batalla entre rusos y alemanes llegó al umbral de la granja de los Lemkin. Sus padres enterraron los libros de la familia y sus escasos valores, y llevaron a los niños a esconderse en el bosque que rodeaba su tierra. En el curso de la lucha, la casa de la granja fue despedazada por fuego de artillería. Los alemanes se apoderaron de sus cosechas, ganado y caballos. Samuel, uno de los hermanos de Lemkin, murió en el bosque de pulmonía y desnutrición.

En 1921, a los 21 años de edad, mientras estudiaba lingüística en la Universidad de Lvov leyó, en un diario local, la noticia sobre el asesinato de Talaat Pasha a manos de un armenio que sobrevivió a la matanza de su familia. Esto intrigó a Lemkin, quien comentó el caso con uno de sus profesores. Lemkin preguntó por qué los armenios no habían hecho arrestar a Talaat por la masacre. El profesor le contestó que no había ninguna ley por la que pudiera ser arrestado. Explicó: «Piensa en un granjero que tiene un gallinero. Si mata a las gallinas, eso es asunto de él. Si usted se mete, invade su propiedad».

Soghomón Tehlirián, el asesino armenio, fue aprehendido enseguida. Mientras los transeúntes lo golpeaban con puños y llaves, gritó en su mal alemán: «Yo extranjero, yo extranjero. Esto no lastimar a Alemania… Nada que ver con ustedes». Era justicia nacional en un escenario internacional.

Pero Lemkin preguntó: «¿Es un crimen que Tehlirián mate a un hombre, pero no que su opresor mate a más de un millón? Es totalmente contradictorio».

Lemkin estaba asombrado de que la bandera de la «soberanía nacional» cobijase a hombres que trataban de eliminar a toda una minoría. Discutió Lemkin con su profesor: «Soberanía significa conducir una política interior y exterior independiente, construir escuelas, hacer caminos… todo tipo de actividad dirigida al bienestar popular: La soberanía no puede considerarse como el derecho a matar a millones de inocentes». Pero eran los estados, sobre todo los fuertes, los que hacían las reglas. Para entonces, la soberanía se tenía como un concepto sacrosanto que estaba por encima de los derechos individuales a la justicia.

Lemkin tenía facilidad para los idiomas y, tras dominar el polaco, el alemán, el ruso, el francés, el italiano, el hebreo y el yiddish, comenzó a estudiar filología, la evolución de la lengua. También pensaba aprender árabe y sánscrito. Pero en 1921, cuando leyó la noticia sobre el asesinato de Talaat, se alejó de la filología y regresó a su oscura preocupación infantil. Se pasó a la Facultad de Derecho en Lvov, donde investigó códigos legales antiguos y modernos para buscar leyes que prohibieran las matanzas. Se mantuvo atento a la prensa local, y su investigación asumió urgencia al oír de pogromos que se estaban llevando a cabo en el nuevo Estado soviético. Ocupó un cargo de fiscal local y, en 1929, empezó a trabajar en su tiempo libre en la redacción de una ley internacional que comprometiera a su gobierno y a los de los demás países a impedir la destrucción deliberada de grupos nacionales, étnicos y religiosos.

Lemkin estudió filosofía en la Universidad de Heidelberg, Alemania pero regresa a Polonia a estudiar leyes en la Universidad de Jhon Casimir en 1926. Lemkin asistió a los siguientes hechos históricos que marcaron su compromiso con la preservación de los grupos humanos:

La fundación del Partido Obrero Alemán en 1919. Allí hace presencia Adolfo Hitler y se inicia la historia del nacional-socialismo (1920).

En 1923, tras un fallido golpe de estado, Hitler es conducido a la cárcel y condenado a cinco años de prisión en donde permanece sólo ocho meses; desde prisión escribe Mi lucha, que se convertiría en el evangelio del nazismo. Puesto en libertad, Hitler crea su propia fuerza armada para apoyar sus reivindicaciones y reducir a sus adversarios. Sus milicias de asalto, las S.A. y las S.S., se entrenan contra los comunistas, los socialistas y los judíos. Ya en 1930, su partido tiene 107 diputados en el Reichstag y consigue el apoyo de políticos de derecha, militares y hombres de negocios.

El 30 de enero de 1933 el Presidente Hindenburg lo nombra Canciller. El 27 de febrero es incendiado el Reichstag, Hitler acusa a los comunistas y se hace conceder poderes extraordinarios asumiendo todo el poder dictatorial tras la muerte de Hindenburg.

Del 14 al 20 de octubre de, 1933, se celebra en Madrid la Quinta Conferencia de la Oficina Internacional para la Unificación del Derecho Penal. Ese mismo 14 de octubre, Alemania se retira de la conferencia general del desarme en Ginebra; una semana después abandonaría la Sociedad de las Naciones.

Hitler anuncia que Alemania necesita recuperar su «espacio vital» pues se ahoga dentro de las fronteras impuestas en 1919, tras el Tratado de Versalles. El servicio militar es restablecido, nace un ejército de 500.000 hombres (Wehrmacht) al tiempo que surge la fuerza área (Luftwaffe). Hitler habla de la «Gran Alemania» a la que hay que unir bajo una bandera: «un pueblo, un país, un jefe» e inicia su campaña de anexiones pacíficas, mientras preparaba su maquinaria infernal.

Pero las democracias siguen sin reaccionar. Tienen otros motivos de inquietud: la guerra en el Extremo Oriente, la conquista de Etiopía por la Italia fascista. El imperialismo japonés y las exigencias de Mussolini parecen más amenazadoras en París y en Londres que los exaltados discursos del Canciller Hitler; las manifestaciones grandiosas, las paradas, los desfiles con antorchas, a los que tan aficionado es el Führer, parecen muy teatrales.1936-1937. La guerra de España preocupa a todas las mentes. Los grandes titulares de los periódicos no hablan de otra cosa.

Preocupado por el «fenómeno de la destrucción de poblaciones enteras – de grupos nacionales, raciales o religiosos – tanto biológica como culturalmente» Lemkin, a quien Yves Ternón describe como «un jurista de rara clarividencia» llama la atención por la falta de tipificación y castigo del crimen contra los grupos humanos y da la voz de alerta sobre Hitler. Por eso presentó, el 14 de octubre, de 1933, en la Quinta Conferencia de la Oficina Internacional para la Unificación del Derecho Penal , auspiciado por la Liga de Naciones un proyecto de ley que prohibía dos prácticas entrelazadas: «barbarie» y «vandalismo», con la intención de que los países asistentes los consideraran delicta iuris gentium, es decir perseguibles conforme al principio de represión universal, basado en la posibilidad de juzgar al delincuente por los Tribunales de un Estado con independencia del lugar de su comisión y de la nacionalidad del autor.

Lemkin no tenía duda de las verdaderas intenciones del nazismo, pues como él mismo lo afirma «Mucho antes de la guerra, los líderes nazis estuvieron anunciando al mundo y haciendo propaganda entre los mismos nazis, desvergonzadamente, del programa genocida que habían elaborado. Como Hitler y Von Rundstedt, el filósofo oficial nazi Alfred Rosenberg declaró: » La historia y la misión del futuro ya no significan la lucha de una clase contra otra, la lucha del dogma de la Iglesia contra el dogma, sino el conflicto entre sangre y sangre, raza y raza, pueblo y pueblo.»

Lemkin tenía una gran preocupación: los distintos ensayos por incorporar a la legislación internacional un delito en donde «la voluntad del autor tiende no solamente a perjudicar al individuo, sino, en primer lugar, a perjudicar la colectividad a la cual pertenece este último» habían fracasado en las Conferencias para la Unificación del Derecho Penal, celebradas en Varsovia (1927) y Bruselas (1930). Consideró inútil y superfluo incluir entre los delitos contra el derecho de gentes (delicta juris gentium) el terrorismo pues «el concepto de peligro común en el cual se basa la fórmula de Varsovia es demasiado limitado; es necesario ampliarlo aún. No se trata, en particular, del peligro común, sino de un concepto más amplio, del peligro general, que queremos llamar peligro interestatal». Estimó que «Estas infracciones afectan no sólo el derecho del hombre, sino que sobre todo, minan los fundamentos incluso del orden social» y advirtió que «El peligro constituido por estas acciones tiene la tendencia de volverse estable puesto que los efectos criminales, no pudiendo ser obtenidos por medio de un único acto punible aislado, requieren, toda una serie de acciones consecutivas”. Sus premoniciones encontrarían respuesta en las Técnicas de genocidio empleadas por el régimen nazi y que describió, con impecable precisión, en el Capítulo IX de su obra El dominio del eje en la Europa Ocupada (1944).

De allí su esfuerzo por crear un término legal que comprendiera todas estas conductas y a ello dedicó su vida.

En un primer esfuerzo por definir las conductas que, a su juicio, comprometían el ámbito de los derechos individuales y las relaciones entre el individuo y la colectividad así como las relaciones entre dos o varias colectividades, entendió la barbarie como «las acciones de exterminio dirigidas contra las colectividades étnicas, religiosas o sociales cualesquiera que sean los motivos (políticos, religiosos, etc); como por ejemplo masacres, acciones emprendidas para arruinar la existencia económica de los miembros de una colectividad, etc. Del mismo modo, se incluyen aquí toda clase de manifestaciones de brutalidad por las cuales el individuo es alcanzado en su dignidad, en casos donde estos actos de humillación tengan su fuente en la lucha de exterminio dirigida contra la colectividad». Definió el vandalismo como «la destrucción organizada y sistemática de las obras que están en el dominio de las ciencias, o en el de las artes o de las letras, que son el testimonio y la prueba del alma y la ingeniería de esta colectividad».

En esta Conferencia, dejó plasmado su pensamiento así:

«En virtud de las consideraciones previamente mencionadas, tengo el honor de proponer a la Quinta Conferencia para la Unificación de Derecho Penal el siguiente proyecto de texto legislativo para los delitos previamente mencionados, proyecto que fue aprobado por el Presidente de la Comisión Polaca de Cooperación Jurídica Internacional, el Sr. Profesor E. St Rappaport.

«Art. 1) Cualquiera que, por odio respecto a una colectividad racial, religiosa o social, o con miras al exterminio de ésta, emprenda una acción punible contra la vida, la integridad corporal, la libertad, la dignidad o la existencia económica de una persona que pertenece a tal colectividad, es pasible, por el crimen de barbaridad, a la pena de (..,) a menos que su acción esté prevista en una disposición más severa del Código respectivo.

«El autor será pasible de pena, si su acción se dirige contra una persona que declara su solidaridad con una colectividad similar o que se pronuncia en favor de ésta.

«Art. 2) Cualquiera que, por odio contra una colectividad racial, religiosa o social, o con miras al exterminio de la misma, destruyere sus obras culturales o artísticas, será pasible por el crimen de vandalismo a una pena de (…) a menos que su acción esté prevista en una disposición más severa del Código respectivo».

En Polonia se le recriminó a Lemkin que tratara de fortalecer la condición de los judíos con su propuesta. Beck, el ministro de Relaciones Exteriores, lo fulminó por «insultar a nuestros amigos alemanes». Terminada la conferencia, el gobierno antisemita de Varsovia lo despidió de su puesto de vicefiscal por negarse a contener sus críticas a Hitler. Sin empleo, y escarmentado por la recepción de su proyecto de ley, Lemkin sin embargo no dudaba de la solidez de su estrategia. La historia, le gustaba decir, «es mucho más sabia que políticos y estadistas».

Lemkin tenía razones suficientes para temer lo peor. El 15 de septiembre de 1935, con la firma de Hitler como Führer y Canciller del Reich, se promulgó en Nüremberg la Ley «para salvaguardar la sangre alemana y el honor alemán», que hace la siguiente proclamación de principio: «Persuadido de que la pureza de la sangre alemana es condición primordial para la perpetuación del pueblo alemán, y animado por la voluntad inquebrantable de asegurar el futuro de la Nación alemana para todos los tiempos, el Reichstag ha aprobado unánimemente la Ley que se especifica a continuación».

En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 fueron destruidas en Alemania todas las sinagogas.

El 1 de septiembre de 1939, día en que los nazis invaden Polonia, Hitler redacta personalmente una orden sobre eutanasia destinada exclusivamente al exterminio de judíos, uno de cuyos párrafos fundamentales dice así: «El dirigente Bouhler y el doctor en medicina Brandt quedan autorizados, bajo su responsabilidad, a ensanchar el margen de atribuciones reconocido a determinados médicos con objeto de poder administrar una muerte misericordiosa a aquellos enfermos que, tras un análisis exhaustivo de su dolencia dentro de las posibilidades humanas, resulten ser incurables». Se hace necesario resaltar que entre estos judíos incurables se encontraban esquizofrénicos, oligofrénicos, epilépticos de brotes periódicos y, a veces, simplemente homosexuales.

«La solución final al problema judío» formaba parte de un proceso de purificación mucho más amplio, cuya función era exterminar a todo ser humano «imperfecto», vidas «carentes de valor»; el exterminio nazi fue una extensión lógica de las ideas sociobiológicas y las doctrinas eugenésicas anteriores al III Reich y al problema judío, que valoraba la «calidad racial». Se calcula que aproximadamente seis millones de judíos fueron exterminados por los nazis.

Lemkin no fue el único europeo que había aprendido del pasado. También Hitler lo hizo. En agosto de 1939, seis años después de la conferencia de Madrid, Hitler se reunió con sus jefes militares y pronunció un discurso tristemente célebre: son los vencedores los que escriben los libros de historia. Dijo:

«Fue a sabiendas y despreocupadamente que Gengis Khan mandó a miles de mujeres y niños a su muerte. La historia lo ve sólo como el fundador de un Estado […] El objetivo de una guerra no es alcanzar determinadas líneas geográficas, sino aniquilar físicamente al enemigo. Es de esta manera como obtendremos el indispensable espacio vital que necesitamos. ¿Quién menciona ya la masacre de los armenios hoy en día?» .

Seis días después de la invasión de Polonia por la Wehrmacht, oyó una transmisión radiofónica en que se recomendaba a todos los hombres aptos para el servicio que se fueran de la capital. Lemkin se apresuró a ir a la estación central, llevando consigo sólo sus enseres para afeitarse y un saco de verano. Cuando la Luftwaffe bombardeó e incendió el tren, Lemkin se escondió y caminó a campo traviesa en el bosque aledaño, junto con lo que llamó una «comunidad de nómadas». Vio el ataque de bombarderos alemanes a un tren repleto de refugiados, y después a un grupo de niños acurrucados cerca de las vías. Tres de sus compañeros de viaje cayeron muertos en un ataque aéreo. Cientos de los polacos con quienes viajó perecieron por fatiga, hambre y enfermedad.
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El 17 de septiembre, de 1939, de acuerdo con los términos del Pacto Molotov-Ribbentrop, que contenía unas cláusulas secretas que preveían el reparto de Polonia, los soviéticos invadieron Polonia con el propósito de «proteger a los ucranianos y a los rusos blancos». Alemania se hace a la parte más rica, industrialmente, de Polonia, con 22 millones de habitantes. Rusia se apropia de 200.000 kilómetros cuadrados, con una población de 13 millones de habitantes.

Lemkin siguió su camino hasta noviembre de 1939, cuando llegó a un poblado en la parte de Polonia bajo ocupación soviética, donde convenció a una religiosa familia de judíos que le diera albergue por unos días.

Les dijo a sus padres que pensaba viajar primero a Suecia y luego, esperaba, a Estados Unidos, porque ahí era donde se decidía todo.

Se aprobó el pedido de asilo de Lemkin, y viajó por barco a la neutral Suecia en febrero de 1940. Pudo dar conferencias en sueco a sólo cinco meses de su llegada, un logro que estimó que le permitía «elevarse espiritualmente de la caída de ‘refugiado’ propia del hombre moderno». Mientras dictaba cátedra de derecho internacional en la Universidad de Estocolmo, comenzó a coleccionar los decretos legales de los nazis en cada país que ocuparon. Se apoyaba en una corporación cuyos asuntos legales manejó en cierto momento desde Varsovia -así como en las embajadas suecas alrededor de Europa, delegaciones de la Cruz Roja y las emisiones radiales de la ocupación alemana- para juntar las gacetas oficiales de toda sucursal que aún permanecía en operación en los países ocupados. Con estas leyes, Lemkin esperaba demostrar las maneras siniestras en que servía la ley para propagar el odio e incitar al asesinato. También esperaba que los decretos y ordenanzas en las propias palabras de los nazis harían las veces de «evidencia objetiva e irrefutable» para las legiones de escépticos de lo que él denominaba el «ciego mundo».

Lemkin estaba desesperado por dejar las bibliotecas de la neutral Suecia y llegar a Estados Unidos, país que había idealizado. Gracias a un profesor de la Universidad de Duke, con quien había traducido el Código Penal polaco al inglés, se aseguró un puesto como catedrático en esa universidad para enseñar derecho internacional. Voló a Moscú, tomó el ferrocarril transiberiano a Vladivostok y por fin se embarcó, con otros refugiados, en una pequeña nave que llamaban «el ataúd flotante», hacia el puerto japonés de Tsuruga. Después viajó en un barco más grande de Yokohama a Vancouver y, por último, a Seattle, el puerto estadounidense de entrada, al que arribó el 18 de abril de 1941.

Lemkin viajó por tren a Carolina del Norte, como punto final de un viaje de 14 000 millas. La noche de su llegada le solicitaron que pronunciara un discurso en una cena con el presidente de la universidad. Sin aviso previo y un manejo fluido del inglés, Lemkin alentó a los estadounidenses a que obraran como lo hizo el embajador Morgenthau en el caso de los armenios. Preguntó: «Si se asesinase a mujeres, niños y ancianos a cien millas de aquí, ¿no correrían a ayudar? Entonces, ¿por qué detienen esta decisión de sus corazones cuando la distancia es de 3 000 millas en lugar de cien?».

Pese al pánico que sentía por la suerte de su familia en la distancia se dedicó a difundir una campaña acerca de los crímenes de Hitler. La idea prevaleciente en Estados Unidos, al igual que la que existió en Lituania era que los nazis luchaban contra los ejércitos de Europa. Cuando Lemkin les dijo a los funcionarios gubernamentales estadounidenses que Alemania también estaba exterminando a los judíos la reacción era de indiferencia o de incredulidad. Pero con la declaración de guerra de Hitler contra Estados Unidos, Lemkin, que hablaba de corrido nueve idiomas, pensó que podría obtener más credibilidad. En junio de 1942, la Comisión de Guerra Económica y la Administración de Economía Exterior en Washington, distrito de Columbia, lo empleó como su principal asesor, y en 1944 el Departamento de Guerra lo contrató como experto en derecho internacional.

Intentó después un acercamiento directo con el presidente Roosevelt. Un asistente le sugirió que resumiera su propuesta en un memorándum de una página. Lemkin quedó pasmado de que se le pidiera «comprimir el dolor de millones, el temor de naciones, las esperanzas de ser salvados de la muerte» en una página. Pero se las arregló, y sugirió que Estados Unidos adoptara un tratado que impidiera la barbarie e instaba a que los aliados declararan la protección de las minorías europeas como una meta central de la guerra.

Unas semanas más tarde, un correo le entregó una respuesta del presidente. Roosevelt le dijo que reconocía el peligro que corrían esos grupos humanos, pero consideraba que la aplicación de semejante ley sería difícil por el momento. Le aseguró que Estados Unidos mandaría una advertencia a los nazis y le solicitó paciencia. Lemkin estaba fuera de sí. Opinó: «Paciencia’ es una buena palabra para cuando se espera un puesto, un subsidio o la construcción de un camino. Pero cuando la víctima ya tiene la soga al cuello y es inminente la estrangulación, ¿no es acaso la palabra ‘paciencia’ un insulto a la razón y a la naturaleza?» Creía que se cometía un «doble asesinato»: uno de los nazis contra los judíos y otro por parte de los aliados, quienes estaban enterados de la campaña de exterminio de Hitler pero se resistían a publicarla o denunciarla.

Estaba seguro de que los políticos siempre colocarían sus propios intereses por encima de los ajenos. Para tener alguna esperanza de influir en la política estadounidense, tendría que acercar su mensaje al público en general, quien a su vez presionaría a sus dirigentes. Más tarde escribió: «Me di cuenta de que procedía con una táctica errónea. Los estadistas están arruinando el mundo, y es sólo cuando parece que se ahogan en el lodo de su propia hechura cuando se apresuran a salir de él». Aquellos estadounidenses que tanta atención prestaron a Lemkin en persona no levantaban la voz en protesta. Y a la mayoría de ellos no les interesaba. Lemkin se dijo:

«En toda Europa los nazis escriben el libro de la muerte con mis hermanos. Permítaseme ahora contarle la historia al pueblo estadounidense, al hombre de la calle, en la iglesia, en el portal de su casa y en sus cocinas y salas de estar. Estoy seguro de que me entenderán […] Publicaré los decretos para diseminar la muerte en Europa […] No tendrán más alternativa que creer. El reconocimiento de la verdad dejará de ser un favor personal hacia mí, y se convertirá más bien en una necesidad lógica» .

Después de refugiarse en Estados Unidos, en 1941, no consiguió apoyo para proteger a los judíos en peligro. Los aliados se negaron a denunciar las atrocidades de Hitler pero asilaron a los judíos de Europa, y bombardearon los ferrocarriles que iban a los campos de concentración nazis.

Mientras cabildeaba en Washington y el resto del país entre 1942 y 1943 para que se actuara, recordó un discurso del primer ministro británico, Winston Churchill, de agosto de 1941, transmitido por la BBC, en que alentaba la decisión de los aliados: «Toda Europa ha sido devastada y pisoteada por las armas mecánicas y la furia bárbara de los nazis […] A medida que avanzan sus ejércitos, son exterminados distritos íntegros -denunció Churchill-. Estamos en presencia de un crimen que no tiene nombre».

En Lemkin confluyen varios aspectos que lo alientan a adelantar una verdadera gesta, a la que dedicó su vida, por la tipificación y castigo del crimen contra los grupos humanos: i) su preocupación, desde la infancia, por las masacres; ii) sus experiencias en la Primera y Segunda Guerra Mundial en donde perdió a la casi totalidad de su familia; iii) su conocimiento de derecho internacional y iv) sus estudios en filología y lingüística.

Convencido de su causa y aprovechando sus estudios en lingüística y filología, Lemkin comenzó a buscar un término apropiado que describiera los ataques a todos los aspectos de la nacionalidad: físicos, biológicos, sociales, culturales, económicos y religiosos. Se preguntaba: ¿Será el de asesinato en masa un nombre adecuado para un fenómeno como éste?

Su doctrina, compendiada en estos Documentos básicos, puede resumirse así:

Ponencia presentada en la V Conferencia para la Unificación del Derecho Penal. Madrid, 1933. En su ponencia, leída en Madrid, Lemkin sienta su doctrina al considerar que la noción de delitos contra el derecho de gentes (delicta iuris gentium) proviene de la lucha solidaria de la comunidad civilizada contra la criminalidad; defiende el principio de represión universal, aplicable a aquellas infracciones consideradas como particularmente nocivas por la comunidad internacional, el cual se basa en la posibilidad de juzgar al delincuente aprehendido (forum loci deprehensionis), cualquiera que haya sido el lugar, el crimen y la nacionalidad del autor; considera que la gravedad de ciertas infracciones o ilegalidades provocan distintas reacciones en la comunidad internacional civilizada, a las que denomina intervenciones humanitarias; sostiene que la creación del terrorismo como un delito contra el derecho de gentes es «superfluo e insuficiente» pues el concepto de peligro común amenaza a los individuos considerados individualmente y no comprende las acciones nocivas y peligrosas para la comunidad internacional; elabora un concepto ampliado del peligro común, al que denomina peligro interestatal, en donde la voluntad del autor no se limita a perjudicar al individuo, sino también a la colectividad a la que pertenece este último y añade que «estas infracciones afectan no solo el derecho del hombre, sino que sobre todo, minan los fundamentos incluso del orden social».

En la misma ponencia denomina barbarie a aquellos atentados ejecutados contra un individuo como miembro de una colectividad y como ejemplo cita «las acciones de exterminio dirigidas contra las colectividades étnicas, religiosas o sociales cualesquiera que sean los motivos (políticos, religiosos, etc.); como por ejemplo masacres, acciones emprendidas para arruinar la existencia económica de los miembros de una colectividad, etc. Del mismo modo, se incluyen aquí toda clase de manifestaciones de brutalidad por las cuales el individuo es alcanzado en su dignidad, en casos donde estos actos de humillación tengan su fuente en la lucha de exterminio dirigida contra la colectividad».

Es innegable que este es un claro precedente de lo que posteriormente él mismo denominaría genocidio, al incorporar colectividades o grupos humanos como sujetos pasivos; pero aquí también encontramos un agregado todavía más importante y es la consideración de que cualesquiera que sean los motivos que conduzcan a la realización del crimen son absolutamente irrelevantes. Justamente este fue un aspecto que se abordó en la discusión de la Convención (1948) para excluir cualquier matiz que hiciera inaplicable sus disposiciones.

Definió como vandalismo la destrucción organizada y sistemática de las obras que están en el dominio de las ciencias, o en el de las artes o de las letras y que son el testimonio y la prueba del alma y la ingeniería de una colectividad. Es la cultura de la humanidad la que es alcanzada por estos actos, agregó.

Presentó un proyecto de texto en el que se tipifican como delitos contra el derecho de gentes la barbarie, el vandalismo, la provocación de catástrofes, la interrupción de comunicaciones y la contaminación humana.

El dominio del eje sobre la Europa Ocupada, 1944.
En 1994, la Fundación Carnegie para la paz publica su obra El Dominio del Eje sobre la Europa Ocupada y en el Capítulo IX que está dividido en tres secciones expone su concepción del genocidio: I.- Genocidio – Un nuevo término y un nuevo concepto para la destrucción de naciones; II.- Técnicas de genocidio en varios campos y III.- Recomendaciones para el futuro.

Por primera vez aparece el neologismo genocidio, acuñado por él mismo, y al cual se refiere como la destrucción de una nación o de un grupo étnico; describe el genocidio como un plan coordinado de diferentes acciones que buscan la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales con el propósito de aniquilar a estos mismos grupos; advierte cómo este crimen tiene como objetivo la desintegración de las instituciones políticas y sociales, de la cultura, de los sentimientos nacionales, de la religión y de la existencia económica de grupos nacionales y la destrucción de la seguridad personal, de la libertad, de la salud, de la dignidad e incluso de la vida de los individuos que pertenecen a tales grupos.

Sostiene que «El genocidio se dirige contra el grupo nacional como entidad y las acciones implicadas están dirigidas contra los individuos, no como tales sino como miembros del grupo nacional». Este aporte y criterio de distinción es importantísimo porque el autor empieza a perfilar lo que posteriormente la doctrina ha calificado como bien jurídico supraindividual; considera que el genocidio comprende dos fases: la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido y la imposición del patrón nacional del grupo opresor; critica la utilización de términos restringidos para calificar estas conductas, pues, según él, excluyen comportamientos como el deterioro físico y el aspecto biológico que conducen a la destrucción de la población afectada; advierte cómo la guerra adelantada por el nazismo, desconoce la Reglamentación de La Haya, puesto que no se adelanta contra los Estados y las fuerzas armadas sino contra el pueblo, en una acción consistente de su política genocida, basada en patrones biológicos.

Con absoluta precisión y detalle describe las técnicas genocidas en ocho campos: político, social, cultural, económico, biológico, físico, religioso y moral; sugiere introducir la definición de genocidio en el Reglamento de La Haya y al destacar la importancia del genocidio y precisar que no es sólo un problema de guerra sino de paz, propone que su represión debe basarse en el Derecho Internacional y en el Derecho interno de cada país, adecuando su Constitución y su Código Penal para brindar protección a los grupos minoritarios frente a prácticas genocidas.

Afirma que frente al genocidio, la obediencia debida debe ser excluida como justificación y que deben ser considerados como responsables quienes imparten las órdenes genocidas así como los que las ejecutan; por las implicaciones internacionales del genocidio, insiste en que se debe adoptar el principio de represión universal, según el cual «el culpable estará sujeto a ser juzgado no sólo en el país donde cometa el crimen, sino también en el evento de que se fugara de allí, en cualquier otro país donde se haya refugiado» y ser incluido en la lista de delicta juris gentium.

Reconoce que, si bien es cierto que el Reglamento de la Convención de La Haya consagra normas para verificar si los prisioneros son tratados conforme al Derecho internacional, no ocurre lo mismo con la situación de los grupos humanos que viven bajo la ocupación, por lo que propone modificar el Reglamento «para incluir una agencia internacional de control investida con un poder especial, tal como el de visitar los países ocupados e investigar la manera como el ocupante trata a las naciones prisioneras».

En esta obra Lemkin habla de la responsabilidad colectiva, pues, «La presente destrucción de Europa no sería completa y perfecta si el pueblo alemán no hubiera aceptado con libertad el plan nazi, participando de buen grado en su consecución, y del que hasta ahora ha sacado gran partido». Para Lemkin, era inaceptable que solo los funcionarios superiores alemanes alegaran el cumplimiento de órdenes, pues según él «todas las clases y grupos importantes de la población asistieron por su voluntad a Hitler en su designio de dominación mundial». Más tarde, algunos autores calificarían estas conductas como formas omisivas de comisión del crimen y otros las han denominado «obediencia querida».

Genocidio. Un crimen moderno. Abril de 1945
En este artículo, que apareció, por primera vez, durante la Segunda Guerra Mundial, en la publicación Free World, el autor afirma que el genocidio es un fenómeno demasiado desastroso como para quedar en una ley fragmentaria. Debe existir un mecanismo de cooperación internacional para el castigo de los culpables. Lemkin presenta una versión mucho más elaborada del crimen de genocidio y de los elementos que lo constituyen. En realidad, se trata de un aporte significativo para el Derecho penal en cuanto incorpora elementos que van a ser definitivos, tanto para la discusión en el ámbito de la Convención como para la doctrina.

El elemento intencional se convierte en un elemento definitivo que va a permitir diferenciar este crimen de los crímenes contra la humanidad; la destrucción de grupos nacionales, religiosos o sociales a través de ataques contra sus miembros permite evidenciar que el bien jurídico protegido es el derecho a la existencia de grupos humanos. Tal como lo demostró en su obra Axis Rule in Occupied Europe, ratifica que la destrucción de los grupos humanos puede realizarse mediante ataques contra la vida, la libertad, la salud, y la existencia económica; asevera que los autores de este crimen pueden ser representantes del Estado o de grupos sociales o políticos organizados y que son responsables tanto los determinadores como quienes ejecutan la orden los que no podrán ampararse en sus leyes nacionales, dado el carácter de crimen internacional; exhorta a la represión universal de este crimen; aboga por la creación de una corte internacional que se encargue de juzgar el genocidio y la necesidad de incorporar este delito a la legislación de todos los Estados. Finalmente insiste en la urgencia de modificar el Reglamento de La Haya, de tal manera que se pueda verificar el respeto por los prisioneros de guerra.

Genocidio. Abril de 1946

En este artículo, publicado en American Scholar, abril de 1946, formuló varias propuestas a las Naciones Unidas invitándolas a firmar un tratado internacional que tipifique el genocidio como un crimen internacional ya sea que ocurra en tiempos de paz o de guerra. Estimula a que el crimen de genocidio sea tipificado como una conspiración cuya finalidad pretende el exterminio de grupos humanos a través de ataques contra la vida, la libertad o la propiedad; reclama que los países signatarios incluyan en su legislación penal este crimen perseguible a través de la represión universal; niega el carácter de delito político a este crimen y exige investigaciones serias en contra de los acusados; señala como responsables a quienes dieron las órdenes como a los que las ejecutaron, al igual que a los apologistas y a los que por omisión hayan tolerado el crimen; precisa que los Estados comprometidos deben responder internacionalmente ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que también podrá conocer de peticiones individuales elevadas por miembros de grupos humanos víctimas de genocidio; reafirma la necesidad de modificar la legislación internacional, de tal manera que un cuerpo internacional como la Cruz Roja Internacional verifique la situación de la población civil en los países ocupados durante la guerra y la posibilidad de que existan tratados bilaterales o regionales para una mayor protección contra el genocidio.

A pesar de que Lemkin hizo presencia en Nuremberg para que los acusados fueran condenados por genocidio, sólo logró que las acusaciones incluyeran cargos por genocidio -por primera vez se escuchaba la palabra genocidio en un espacio internacional-; pero finalmente se decidió que los actos cometidos antes de que estallara la guerra no eran delitos punibles.

Lemkin era conciente de la necesidad de la formulación de un concepto legal que prohibiera y castigara los «actos repugnantes y terribles» cometidos por un gobierno sobre sus propios ciudadanos, para utilizar las palabras del Tribunal de Nuremberg, no quedaran sin castigo en el futuro.

Comprometido en su lucha y aprovechando que la Asamblea General de la ONU tendría lugar en Lake Success, en octubre de 1946, retomó sus argumentos presentados en la Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal celebrada en Madrid, en 1933. Fiel a su lógica de que los países poderosos pueden defenderse con las armas y los pequeños necesitan la protección de la ley, redactó una resolución que fue firmada por los representantes de Cuba, India, y Panamá como patrocinadores y con el apoyo de la delegación de los Estados Unidos, logró que se incluyera la resolución en la agenda de la Asamblea General. Con algunas modificaciones, la Asamblea General de la ONU, el 11 de diciembre de 1946, aprobó, por unanimidad, la Resolución 96 (I). No sin razón había expresado: «Sólo el hombre tiene la ley. La ley debe construirse… ¡Uno debe construir la ley!»

El Genocidio como un crimen bajo el derecho internacional. 1947
Desilusionado porque los acusados no fueron condenados por genocidio, Lemkin escribió: «Finalmente, los Estatutos se interpretaron como que los actos inhumanos y las persecuciones a la población civil serían penalizados sólo cuando se cometieran durante o en relación con la guerra. Desde el punto de vista del derecho internacional, sin embargo, los actos cometidos antes de la guerra, por Alemania sobre sus ciudadanos, fueron más significativos. Si el Tribunal hubiera castigado tales actos, se hubiera sentado un precedente para efectos de que se evitara que un gobierno destruyera grupos entre sus propios ciudadanos».

Terminada la guerra y aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 11 de diciembre, de 1946, la Resolución 96 (I) que él mismo redactó, Lemkin escribe un artículo titulado El Genocidio como un crimen bajo el derecho internacional en el que sostiene que «Al declarar el genocidio como un crimen bajo el derecho internacional y convertirlo en un problema de interés internacional, se ha establecido el derecho de intervención en nombre de las minorías que son señaladas para su destrucción.» Satisfecho por la resolución aprobada considera que no es necesario ningún tratado específico por cuanto éste ya cuenta con la aceptación de las Naciones Unidas.

En este documento Lemkin reafirma la necesidad de tipificar en las legislaciones penales de los Estados el delito de genocidio «con base en la intención criminal específica de destruir grupos humanos enteros». Reafirma la inclusión del elemento intencional, que vendrá a diferenciar este crimen de otros, en cuanto no es suficiente matar, herir o lesionar sino que tales actos están referidos al propósito o la intención de destruir un grupo nacional, racial o religioso.

Si bien los acusados nazis fueron enjuiciados por las atrocidades cometidas durante la segunda Guerra Mundial, no fueron condenados por los delitos cometidos antes.

Lemkin y la Convención para la prevención y sanción del genocidio. 1948
A pedido del secretario general de la ONU, Lemkin, asistido de los destacados juristas Vespasiano Pella y Donnedieu De Fabres, ayudó a preparar el primer borrador de la Convención sobre Genocidio y el 9 de diciembre de 1948, la Asamblea General votó y aprobó la Convención para la prevención y sanción del genocidio; por primera vez las Naciones Unidas adoptaba un tratado sobre derechos humanos.

Lemkin, el infatigable campeón de la Convención , pensó que nunca llegaría el 9 de diciembre de 1948. Cuando lo hizo, estaba de pie en la galería de prensa del Palais de Chaillot en París, y no quitó los ojos del debate de la Asamblea General, controlándose para no interferir. Por último, llegó la votación. Cincuenta y cinco delegados votaron por el sí. Ninguno votó en contra. Justo cuatro años después de que Lemkin presentase el «genocidio» al mundo, la Asamblea General aprobó en forma unánime una ley que lo reprimía. Lemkin recordó:

«Había numerosas luces en la gran sala. Las galerías estaban colmadas y los delegados mostraban aspecto solemne y radiante. La mayoría me sonrió con amabilidad. John Foster Dulles me dijo de un modo algo formal que yo había hecho una contribución importante al derecho internacional. El ministro de Relaciones Exteriores de Francia [Robert] Schumann, me dio las gracias, diciendo que se alegraba de que el acontecimiento tuviera lugar en Francia. Sir Zafrullah Khan comentó que esta nueva ley debería llamarse la «Convención de Lemkin». En ese momento se votó la resolución sobre la Convención sobre Genocidio. Alguien sugirió que se tomara lista de los presentes. El primer voto fue de la India. Luego de su voto afirmativo hubo una serie interminable de «síes». Siguió un aplauso tempestuoso. Sentí frente a mí el destello de las máquinas fotográficas […] El mundo sonreía, y yo tenía una sola palabra en respuesta a todo eso: gracias».

Sin embargo, Lemkin no descansa y dedica todos sus esfuerzos a conseguir que los Estados ratifiquen la Convención. Era necesario que, al menos 20 Estados ratificaran la Convención.

Envió cartas en varios idiomas a los líderes de los principales partidos políticos, dirigentes de grupos de mujeres o cívicos privados, sindicatos y a los directores de diarios importantes. En general pedía a su contacto que estimara la influencia de grupos judíos en los diversos países.

Arrinconó a intelectuales como Pearl Buck, Bertrand Russell, AIdous Huxley y Gabriela Mistral, quienes publicaron una petición en el New York Times el 11 de noviembre de 1947. Un editorial del Times llamó a Lemkin «el hombre que habla a través de 60 naciones» .

El 16 de octubre de 1950, gracias en gran parte a este trabajo, el vigésimo país ratificó el Convenio sobre Genocidio. Así, 17 años después de que Lemkin lo propusiera por vez primera, el intento de destruir grupos nacionales, étnicos o culturales se convirtió en crimen internacional. Dijo a los periodistas: «Éste es un día de triunfo para la humanidad, y el más bello de mi vida».

Aprobada la Convención para la Prevención y Sanción del delito de Genocidio, las manifestaciones de aprobación y valoración fueron favorables, entre las cuales se puede destacar lo dicho por Gabriela Mistral, la famosa poetisa chilena:

«La Convención sobre Genocidio reclama el respeto y el apoyo de todos. No debería nunca ser debilitada o eludida con medidas adversas… el éxito actual de la Convención sobre Genocidio y su mayor éxito mañana pueden ser atribuidos al hecho de que responde a necesidades y deseos de una naturaleza universal: la palabra genocidio involucra en sí misma un juicio moral sobre un mal, en el que todo hombre y mujer sensibles coinciden».

Colombia aprobó la Convención en 1959 y sólo en el año 2000, mediante ley 599, tipificó el genocidio como delito en el Código Penal.

Los Estados Unidos ratificaron la Convención en 1988, bajo el gobierno de Ronald Reagan.

Ráphael Lemkin fue nominado para el Premio Nóbel de la Paz en 1950, 1951, 1952, 1955, 1956, 1958 y 1959.

Comenzó una historia del genocidio en cuatro tomos. El primero, que casi completó, tendría el título «Introducción al estudio del genocidio»; el segundo trataría del genocidio en la antigüedad; el tercero, en la Edad Media; y el cuarto, hasta los tiempos modernos. Su esfuerzo fracasó pues los editores consideraron que se trataba de un «serio riesgo comercial».

Acto seguido trató de vender una autobiografía completa, en cuya introducción afirmaba: «Este libro será de interés porque muestra cómo un individuo particular puede imponer una ley moral al mundo y apelar a la conciencia mundial en este respecto, casi sin auxilio». Pero como respuesta a este libro, llamado «El hombre totalmente extraoficial», según la descripción del New York Times, obtuvo igual desilusión.

La gesta de Lemkin no fue en vano. El 2 de septiembre de 1998, el Tribunal Internacional para Ruanda dictó la primera sentencia condenatoria por el crimen de genocidio. El acusado Jean Paul Akayesu fue condenado a cadena perpetua al encontrársele culpable de los cargos de genocidio, de instigación directa y pública a cometer genocidio y de tres cargos de homicidio intencional, de exterminio, de tortura, de violación y de otros actos inhumanos como crímenes de lesa humanidad.

El 2 de agosto de 2001, el Tribunal Internacional para Yugoslavia condenó al general Krstic, a la pena de 46 años de prisión, como responsable de genocidio.

El 13 de abril de 2006, el Tribunal Internacional para Ruanda condenó a Paul Bisengimana, ex alcalde de la comuna de Gikoro, en Kigali, capital de Ruanda, a 15 años de prisión, por genocidio y crímenes contra la humanidad.

Las reservas que muchos mostraron frente a la Convención para la Prevención y Sanción del Genocidio, a la que se llegó a calificar como un texto «puramente ornamental», empieza a mostrar resultados tangibles cuando se tiene la decisión política y el compromiso con la humanidad de que estos hechos no se repitan nunca. La ignorancia y la indiferencia son el par de enemigos más mortales para los derechos humanos en cualquier parte del mundo, sostenía William Proxmire, senador de Wisconsin, quien recogió las banderas de Lemkin al no entender por qué el Senado de los Estados Unidos demoraba en ratificar la Convención.

El 28 de agosto de 1959, murió a los 59 años de un ataque cardíaco, después de casi tres décadas de lucha para lograr la prohibición del genocidio. Está sepultado en el cementerio de Mt. Hebron de Queens, Nueva York. A su entierro asistieron siete personas. Su lápida reza: «Doctor Raphael Lemkin (1900-1959), Padre del Convenio sobre Genocidio»

Fuente: IRWF

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